Ya sea mediante el camino del estudio socio-lingüístico o gracias a la
experiencia y la formación de un sentido común, tarde o temprano el ser
humano toma conciencia del verdadero peso que tienen los signos, el
valor mágico de las palabras.

El ser humano necesita tender un
puente hacia el mundo para poder ser en el, y este puente es la
cultura, la cual se materializa en múltiples herramientas dentro de las
cuales la central es el lenguaje. Nombrar el mundo, adjudicarle un
nombre a las cosas es diferenciar esas cosas del resto. Al nombrar
aparece la clasificación y desaparece el caos, lo indefinido. Podríamos
decir que los nombres actúan mágicamente
otorgando tanto una forma como un contenido. Establecen fronteras,
delinean bordes y al mismo tiempo vierten significado al interior de la
cosa nombrada. Al nombrar algo, al “conocer el nombre de las cosas o de
los seres” ya estoy capacitado para actuar sobre ello, para
transformarlo, entenderlo, adquirirlo o destruirlo.

No es mi
intención extenderme en este tema ya que es materia sabida por quienes
estudian lo social. Lo que me interesa es ligar este tipo de reflexión
al mundo del arte en las calles, como ya se ha hecho costumbre en este
blog.

Para alguien que se interese en conocer el mundo del graffiti
no podrá pasar desapercibido el hecho de que los artistas del muro
suelen contar con un segundo nombre, distinto al que figura en las
actas del registro civil. Hablo del tag, el nickname, la chapa, apodo o alias.

Es más, puede que este hecho, está característica de la escena graffitera
si pase desapercibida para muchos ya que es parte integral de ella,
forma parte de sus códigos y de sus prácticas significantes, por tanto
se vive dentro del sentido común y de lo cotidiano.

Sin embargo me llama la atención, pues construir un tag
personal cumple una función ritual, en muchos casos es como un renacer
de la identidad y es un requisito básico para poder comenzar a utilizar
los muros como medio de expresión.

Porque aquello que veo en los muros son los rastros del escritor de graffiti, sus huellas, fragmentos de su mundo interior y de sus tendencias estilísticas.

Es por eso que el graffiti
ha sido denominado en algunas ocasiones un arte clandestino, porque se
funda en la creación de personajes y personalidades que reemplazan la
identidad formalmente establecida en un sistema legal.

Ahora, cuando hablo del peso mágico de las palabras y de los nombres me refiero al momento en que el escritor de graffiti toma conciencia de la connotación que porta el tag que elaboró para autodefinirse. En muchas ocasiones he escuchado como un graffitero, llegado a una determinada edad o etapa de su maduración, cambia su tag
original porque siente que este “ya no lo representa”. No siempre
sucede, pero cuando ocurre es porque los significados o los sonidos de
ese o este tag
comienzan a incomodar, se convierten en una enfermedad del alma, en una
cárcel de la conciencia de la cual es necesario escapar. Aunque yo no
pinte se lo que significa cargar con un tag encima. No por nada en un tiempo fui Morvus de los UK, enemigo de todo el mundo, y ahora por fortuna soy Bronce Romano miembro de los ZPCrew y amigo de los Run42.

Lo
profundo del fenómeno aparece con los nombres secretos o de la
oscuridad. De la oscuridad no porque sean malignos (o a veces si) sino
porque se encuentran ocultos, incluso para muchos graffiteros. Los nombres secretos son extensiones del tag
original, instrumentos creativos, trajes de gala que el artista solo
utiliza cuando es necesario o al interior de su círculo más cercano. Si
el tag resulta en muchas ocasiones un alter ego de la personalidad cotidiana, el tag
secreto lo diversifica y hace evidente la complejidad del sujeto. No es
una palabra para rayar en cualquier lugar, suele ser un nombre para
firmar en compañía de amigos o para conmemorar a gente importante.